viernes, 21 de noviembre de 2008


El sentido de la educación en Santo Tomás de Aquino*


Mario Caponnetto

Una vez más la celebración de la Festividad de Santo Tomás de Aquino como Patrono de los Estudiantes, Colegios, Academias y Universidades Católicas, nos reúne para meditar acerca del sentido de la educación en la enseñanza perenne del Doctor Angélico. El tema de la educación, disperso a lo largo del vasto corpus de sus obras, se agrupa alrededor de tres aspectos fundamentales. En primer lugar, Tomás indaga sobre el oficio del maestro o, para decirlo más adecuadamente, sobre el género de vida que debe abrazar aquel que se dedica a enseñar a otros. En segundo término, su reflexión se vuelve sobre el acto mismo de enseñar, lo que podemos llamar el arte de la enseñanza -el ars docendi- que es mucho más que una técnica pedagógica, en el sentido actual de la palabra, sino una visión psicológica y aún antropológica del proceso educativo por lo que bien puede servirnos, hoy, para un discernimiento crítico respecto de la validez y utilidad de tales técnicas. Tercero, y último, el pensamiento de Santo Tomás apunta al fin de la educación en directa relación con el fin natural y sobrenatural de la existencia personal del educando.
Procuraremos pasar revista a cada uno de estos tres aspectos.

1. ¿Qué es un maestro? ¿Qué significa ser maestro?

La primera respuesta a este interrogante es la persona misma de Santo Tomás. Santo Tomás, en efecto, se nos aparece a nuestra mirada como un hombre de múltiples registros. En él coinciden el santo, el teólogo, el filósofo, el místico, el poeta de la Eucaristía, el predicador de multitudes, el pastor de almas. ¿Cuál de estos registros de su personalidad multiforme es el que lo caracteriza por encima de los otros? A nuestro entender, hay en Tomás un título que lo define y que permite asumir en una perspectiva unitaria la totalidad y la variedad de su poliédrica personalidad. Ese título es el de doctor cristiano. Tomás fue, por encima de todo, un doctor cristiano. Con esto no queremos decir que al santo, al pastor o al místico, los consideremos en menos. Simplemente lo que queremos destacar es que el título de doctor -y de doctor cristiano- es lo que especifica y lo que mejor explica, a la vez, la naturaleza de una vida y de una obra que casi no tienen parangón en la historia de la cultura humana y cristiana.
Entonces, volvemos a preguntar, ¿qué es un doctor y, más propiamente, un doctor cristiano? Y siguiendo el curso de la vida, de la obra y de la doctrina del Angélico, respondemos: un doctor, un maestro, es alguien que enseña y, por eso mismo, une en sí, de manera eminente, y en el debido orden de su respectiva subordinación, las dos formas o géneros de en que suele dividirse vida humana, es decir, la vida contemplativa y la vida activa, constituyendo de ese modo un tercer género de vida, la vida mixta, que fue la vida que abrazó Santo Tomás en el marco de la Orden Dominicana. El doctor, el maestro (y vayamos tomando nota de la sinonimia) es, efectivamente, un contemplativo, pero un contemplativo que, al mismo tiempo que contempla, ejerce una acción bien definida: la de enseñar a otros; acción docente, que representa, por eso mismo, el elemento “activo”, la vida activa.
Ahora bien, para poder entender de qué modo se da esta unión de vida contemplativa y de vida activa, se ha de tener presente que la acción magisterial se nutre y se sostiene en una contemplación incesante. El doctor lleva a los otros, mediante su magisterio, la verdad previamente contemplada. Medita la verdad, la contempla y, luego en un gesto de libérrima generosidad, la transmite a los demás, a modo de don, como acto y efecto de la caridad. Contemplata aliis tradere: contemplación de la verdad que por amor se comunica y se transmite a los otros, esa es en esencia la vida del doctor que, al decir de Gilson, imita menos infielmente - dejando empero a salvo el abismo que las separa - la misma vida de Dios[1].
El doctor realiza en sí, de un modo vivo, el admirable consorcio mediante el cual se unen y armonizan la contemplación y la acción. Y lo admirable consiste en que la donación de lo contemplado no disminuye en nada la fuerza y la libertad de la propia contemplación. Ocurre que en el peculiar género de vida del doctor, el acto magisterial no se encuentra forzada u ocasionalmente sobreañadido al acto de la contemplación sino que procede de ella y es su plenitud. La enseñanza es, en cierto modo y bajo determinados aspectos como veremos enseguida, principalmente una obra de la vida activa, uno de los modos más altos del ejercicio de la caridad; pero la enseñanza deriva de la contemplación, se alimenta de ella y, a su vez alimenta a la contemplación desde el momento en que lo contemplado al ser transmitido se enriquece y perfecciona. La contemplación alimenta a la enseñanza y la enseñanza alimenta a la contemplación.
De todas las obras de la vida activa, la enseñanza es la única que participa de este carácter. Sin duda que es cosa excelente y buena dedicarse a las obras de misericordia, pero, de alguna manera, ellas distraen de la contemplación; y si bien es cierto que siempre es posible salvar en el ejercicio de las obras exteriores un margen de libertad, no es menos cierto -y volvemos a citar a Gilson- “que no hay ningún lugar en el que esta libertad se pueda salvar más íntegramente que en el acto de enseñar[2].”
En consecuencia, pues, debemos concluir que entre las obras de la vida activa hay algunas (y estas son justamente la enseñanza y la predicación) que proceden de la plenitud de la contemplación. Pero hay algo más: estas obras son preferibles a la sola contemplación pues siempre es más y mejor iluminar que lucir solo, como es más y mejor llevar a los otros lo contemplado que contemplar en soledad. En cambio, las otras obras de la vida activa que en su totalidad consisten en ocuparse de cosas exteriores como la limosna, son menos excelentes que las primeras a no ser en casos de extrema necesidad a causa de las exigencias de la vida presente[3].
Al respecto, resulta notable el equilibrio del Santo Doctor. Nunca deja, en efecto, de proclamar que la vida contemplativa supera en excelencia a la vida activa. Y suscita un particular asombro advertir que las ocho razones a las que apela para demostrar este aserto están tomadas de Aristóteles a quien confronta y compara con la Sagrada Escritura. La lectura del texto respectivo, correspondiente a la Suma de Teología, segunda parte de la segunda parte, cuestión 182, artículo 1, resulta esclarecedora no solo en lo que hace al tema en sí mismo considerado sino, además, porque nos permite calibrar el genuino espíritu del tomismo, esto es, su notable capacidad de unir la razón y la revelación. En efecto, los ocho pasajes aristotélicos tomados del Libro X de la Ética son completados con lugares bíblicos: verbigracia cuando el Filósofo dice que la vida contemplativa es más excelente porque conviene al hombre por razón de aquello que hay en él de más alto que es el entendimiento, Tomás recuerda que por eso Raquel, tipo bíblico de la vida contemplativa, significa “principio visto”, en tanto que Lía, que representa la vida activa, es llamada la de los ojos legañosos (Génesis, 29, 17)[4].
Sin embargo, y sin mengua de la excelencia simpliciter de la vida contemplativa, bajo algún aspecto y en determinadas situaciones, secundum quid, ha de preferirse la vida activa a causa de las exigencias de la vida presente y así si bien es cierto que es mejor filosofar que enriquecerse no lo es menos que, para aquel que padece necesidad, es mejor enriquecerse[5].
Este equilibrio nos permite entender cómo concibe Santo Tomás el acto de enseñar. Detengámonos, ahora, en otro texto, de la misma Suma de Teología, Segunda de la Segunda, cuestión 181, artículo 3: si el acto de enseñar pertenece a la vida activa o a la contemplativa. Pues bien, este acto, el actus doctrinae, tiene un doble objeto puesto que se realiza por medio de la palabra que es el signo audible exterior de un concepto interior. El primero de esos objetos es la materia u objeto del concepto interno (materia sive obieetum interioris conceptionis) y de acuerdo con esto la enseñanza pertenece a veces a la vida activa y otras a la contemplativa. Pertenece a la vida activa cuando el hombre piensa una verdad para regir por ella la acción exterior (quando homo interius concipit aliquam veritatem ut per eam in exteriori actione dirigatur); pertenece, en cambio, a la contemplativa cuando el sujeto concibe interiormente una verdad inteligible en cuya consideración y amor se deleita (quando homo interius concipit aliquam veritatem intelligibilem in cuis consideratione et amore delectatur). Pero el segundo objeto de la enseñanza, por parte de la palabra que se pronuncia para ser oída, es el propio oyente, aquel a quien el verbo va destinado (et sic obietum doctrinae est ipse audiens). Y a este respecto no cabe duda de que la enseñanza pertenece de pleno a la vida activa puesto que es obra exterior que recae directamente sobre aquel que la recibe[6].
Si se medita este pasaje del Doctor Común, se advierte con claridad que la enseñanza -lo mismo que la predicación con la que se halla estrechamente emparentada- participa, como dijimos, por igual de los géneros de vida; incluye a ambos. Pero debe advertirse, además, que esta peculiar naturaleza de la enseñanza se funda en su carácter de palabra, de verbo que se concibe, se profiere y se oye. Se trata, sin duda, de una palabra humana pero hecha imagen y semejanza de la misma palabra de Dios. De modo que aquel que enseña realiza la analogía más próxima al Logos Divino, se asemeja -hasta donde ello es posible para la creatura- al Verbo Creador. Y se aproxima, también, al Amor de Dios puesto que, como vimos, la enseñanza es acto de caridad, caridad que es un trasunto de aquel Amor Divino por el cual el Verbo se revela y se hace carne. Tanta es la dignidad y la grandeza del acto magisterial.

2. El arte de enseñar

Para entender adecuadamente qué cosa sea el arte de la enseñanza, el ars docendi, debemos tomar en consideración algunos datos previos respecto de lo qué es el arte, cuantas clases de arte hay y de cuántos modos se realiza la operación artística.
Vamos a seguir un texto muy claro, conciso y preciso del Aquinate en el que se expone la cuestión. Se trata de un pasaje de la Suma Contra Gentiles, Libro II, capítulo 75, número 15 donde el Aquinate desarrolla esta doctrina, la misma que, con mayor amplitud, se expone en De magistro[7].
En primer lugar, se ha de tener en cuenta que el arte, según Santo Tomás que en esto sigue la tradición aristotélica, es una acción exterior del hombre que se ejerce sobre una determinada materia -materia artis- a fin de producir algo, effectus artis. Cuando hablamos de materia no lo hacemos en el sentido estricto y restrictivo de la palabra sino más bien en un sentido amplio, esto es, como un sujeto sobre el que se realiza la operación del arte; y cuando hablamos de producto o de efecto del arte no se entiende tampoco en el sentido único de una obra material o un producto o artefacto determinado; también en este caso, el término se amplía para designar todo efecto del arte que puede ser no sólo un cuadro, una máquina sino, también, producir el ejercicio de las virtudes en un educando.
En el texto que comentamos comienza Tomás distinguiendo dos géneros de arte atendiendo, en primer término, a la materia del arte: “Como enseña Aristóteles en el libro VII de la Metafísica, hay ciertas artes en cuya materia no se encuentra ningún principio agente para producir el efecto del arte, como es manifiesto, por ejemplo, en el arte de la edificación pues no hay ni en las maderas ni en las piedras ninguna fuerza activa que mueva a la construcción de una casa sino tan sólo una disposición pasiva[8]”.
He aquí, pues, un tipo o género de arte en el que la materia es puramente pasiva y “se deja” moldear por el artista.
“Pero en cambio, -sigue el texto- hay un arte en cuya materia se encuentra un principio activo que mueve a producir el efecto del arte como resulta evidente en el caso de la medicina pues en el cuerpo enfermo hay un principio activo que produce la salud[9]”.
En este segundo género de artes, la materia ya no es mera pasividad receptiva de la operación artística sino que hay en ella una virtualidad activa que, como veremos, interactúa con el arte; y pone el ejemplo de la medicina, arte arquetípica en la Antigüedad, que no puede actuar sino teniendo en cuenta que en el hombre enfermo hay una capacidad de sanar: la vis medicatrix naturae de la vieja tradición hipocrática galénica.
Establecida esta distinción, pasa Santo Tomás a considerar de qué modo se produce el efecto del arte en cada uno de los dos géneros:
“Por eso, el efecto del arte en el primero de los géneros de artes mencionados nunca es producido por la naturaleza sino que siempre es realizado por el arte; así toda casa es un producto del arte. Pero el efecto del arte, en el segundo género, se produce por el arte y también por la naturaleza sin el arte: en efecto, muchos se sanan por la operación de la naturaleza sin mediar la acción del arte de la medicina[10]
Hay, pues, ciertos efectos o productos del arte que dependen tan sólo del arte, una casa, por ejemplo. Pero hay otros “productos” que dependen no sólo del arte sino, también de la naturaleza sin mediar el arte, por ejemplo la curación espontánea de una enfermedad. Hay también, desde luego, efectos que dependen de una acción conjunta del arte y de la naturaleza.
Llegados a este punto, el texto nos lleva a otra consideración: en aquellas cosas que son hechas por el arte y por la naturaleza, el arte imita a la naturaleza. Esta imitatio naturae es un concepto clave en esta cuestión. ¿Qué es y en qué consiste esta imitación? Concretamente podemos definirla en términos de inspiración. Para la mente antigua, la naturaleza es un gran artesano que produce sus obras admirablemente, como un auténtico “perito”. Pues bien, todo artista, a fin de obrar rectamente, ha de mirar, ha de observar, con mirada detenida y atenta, el modo como obra la naturaleza y obrar según ella misma opera. El médico, siguiendo con el ejemplo, para curar ha de inspirarse en la naturaleza. “Ahora bien, -continúa el pasaje que estamos analizando- en aquellas cosas que pueden ser hechas por el arte y por la naturaleza, el arte imita a la naturaleza; si alguien enferma a causa del frío, la naturaleza lo sana con el calor y por eso el médico, si debe curarlo, ha de emplear el calor”. Tenemos, pues, hasta ahora, un modo de producción artística en que la materia no es pasiva sino activa, en la que el arte y la naturaleza confluyen imitando, la primera, a la segunda. Tal el ejemplo de la medicina.
Con todo esto, podemos ahora, entender en qué consiste el arte de enseñar. Semejante al arte de la medicina, su materia no es pasiva, no es pura disposición receptiva; no, ella es una materia activa en la que hay un principio de adquisición de la ciencia, esto es, el intelecto, divinamente impreso en nosotros, por el cual el alma conoce los primeros principios que son entendidos por su intrínseca evidencia, que no requieren demostración racional porque son primeros y anteriores a la razón discursiva. Gracias al intelecto, el alma conoce sin auxilio de la enseñanza siguiendo la vía inventionis, es decir, el hallazgo, el descubrimiento. Esta es la materia del ars docendi.
“Y similar a este -continúa Tomás- es el arte de enseñar. Pues en el que es enseñado hay un principio activo para adquirir la ciencia, a saber, el intelecto y aquellas cosas que son naturalmente entendidas, esto es, los primeros principios. Por tanto, la ciencia se adquiere de dos maneras: una, sin enseñanza, por medio del descubrimiento o invención, y otra mediante la enseñanza[11]”.
Pero ahora volvamos a esa noción clave del arte como imitación de la naturaleza. Y la pregunta es ¿cómo ha de proceder el maestro al enseñar? Pues como lo hace la naturaleza, es decir, el hombre que aprende; por eso, el maestro, imitando el proceso natural de adquisición de la ciencia, ha de comenzar por la inventio, es decir por el descubrimiento, poniendo a consideración del discípulo los principios por éste conocidos y sacando conclusiones de dichos principios, y ofrecer, a modo de ejemplos, algunos signos exteriores sensibles a partir de los cuales se formen en el alma del alumno las imágenes necesarias para que éste pueda entender[12]. El texto de Tomás es claro: “En consecuencia, el que enseña comienza a enseñar del mismo modo que descubre quien comienza a descubrir, es decir, ofreciendo a la consideración del discípulo los principios por éste conocidos, porque “toda enseñanza se hace a partir de un conocimiento preexistente” y sacando conclusiones de dichos principios y proponiendo ejemplos sensibles a partir de los cuales se formen en el alma del discípulo las imágenes necesarias para entender”[13].
Es decir, en muy breve síntesis, que el arte del maestro ha de imitar el proceso natural del conocimiento del alma: de lo sensible a lo inteligible, de los primeros principios a las conclusiones. En esto reside la imitatio naturae que le cabe al arte de enseñar. Ahora bien; la operación exterior del arte del maestro nada haría si no existiera ese principio intrínseco de la ciencia que está en el alumno y que constituye ese “conocimiento preexistente” del que ha de partir el arte del maestro, a modo de “materia” en orden a “producir un efecto”, la ciencia, procediendo a imitación de la misma naturaleza.
Dos cosas se deducen a partir de cuanto llevamos dicho. En primer lugar, el arte de enseñar es siempre una operación exterior pero que ni se ejerce sobre un sujeto pasivo ni, menos aún, consiste en “introducir” cosas en ese sujeto, en “llenarlo” como a un recipiente vacío. Por el contrario, es un arte que, desde fuera, e imitando, esto es, respetando la naturaleza del alma, hace pasar la ciencia del alumno de un estado de potencia activa al estado de ciencia en acto. Por eso, e- duce, es decir, saca de dentro, conduce al discípulo desde el mismo discípulo. Es, pues, un arte sutil, finísimo, de exquisita orfebrería, que exige una mirada atenta y detenida, una inspectio, una observación amorosa del alma que ha de ser educada.
De alguna manera, y esta es la segunda cosa que podemos extraer de tan rica doctrina, el maestro “ve” la ciencia del discípulo o, mejor dicho, el alma del discípulo en la que aquella reside. Puede decirse que, en cierto modo, se trata de un ver anticipatorio, de un ver al otro antes de que el otro se vea a sí mismo, de descubrir -y esto se logra por el arte y la experiencia- lo que preexiste en el interior del alma y hacerlo visible a los propios ojos del discípulo. María Lilia Genta[14], tratando de este tema, nos recuerda que todo verdadero maestro sabe ver y mirar en lo interior del discípulo, descubriendo, así, “el fondo preciosísimo” del que se extrae, al modo de una rica cantera, la ciencia, la sabiduría y la virtud; y lo recuerda haciendo suyas las palabras del gran poeta español, una de las mayores voces poéticas de la Generación del 27, Pedro Salinas. En su libro La voz a ti debida, escribe:
“Es que quiero sacar/ de ti, tu mejor tú. / Ese que no te viste y que yo veo, / nadador por tu fondo, preciosísimo […] Y que a mi amor entonces, le conteste/ la nueva creatura que tú eras”[15].
Adviértase como juega el poeta con el tiempo verbal: no la nueva creatura que tú eres, inventada por mí, hecha a mi imagen o antojo; no, la nueva creatura que tú eras, la que ya era, la que ya preexistía a mi arte docente el que no te ha inventado ni te ha fabricado: sólo te ha descubierto y te ha hecho pasar de la potencia al acto, de lo interior a lo exterior.

3. ¿Para qué educamos?

Nos resta, por último, tratar acerca del fin de la educación. Es decir, ¿para qué educamos? En el Proemio del Comentario de la Metafísica de Aristóteles, el Santo Doctor ha escrito esta sentencia que debiera presidir todas las aulas de nuestras escuelas: “Omnes autem scientiae et artes ordinantur in unum, scilicet ad hominis perfectionem, quae est eius beatitudo”[16]. Todas las artes y todas las ciencias se ordenan a una sola cosa, a saber, la perfección del hombre que es su bienaventuranza. Este es un fin general que se aplica todo arte; por tanto, el arte de enseñar apunta a este fin. En consecuencia, el fin de la educación va implícito en el fin último del hombre que es alcanzar la bienaventuranza.
Pero debemos hacer algunas especificaciones que hacen al arte de enseñar y a la educación. Tales especificaciones giran en torno de dos grandes ejes: uno, es natural, de carácter eminentemente axiológico y tiene que ver con el orden de las virtudes humanas, sean éstas intelectuales o morales. El otro, sobrenatural y soteriológico, tiene que ver con la salvación la que, en tanto es obra de la gracia, requiere de una naturaleza bien dispuesta, no sólo en orden a las virtudes naturales sino, además, a una adecuada recepción de los dones del Espíritu Santo. Ambos ejes se imbrican en la unidad de la existencia personal (objeto quod de la educación) y en el fin último del hombre.
El fin natural al que toda educación debe apuntar es la formación del carácter o del ethos que es un conjunto de hábitos operativos que son como el ornato de la naturaleza. El hombre no es una naturaleza desnuda sino una naturaleza revestida, si se nos permite la expresión, revestida de los hábitos virtuosos que se van adquiriendo, por obra de la educación, precisamente, en el curso de la autorrealización del hombre.
Santo Tomás compara esta formación del carácter moral a un edificio que ha de ser levantado desde sus cimientos, edificio al que define como el conjunto ordenado de todas las virtudes: “ordinata virtutum congregatio[17]”. Adviértase que se trata de un conjunto ordenado de virtudes, es decir, que entre las virtudes se da un orden y este orden es doble pues, por un lado, las virtudes se ordenan unas a otras y, por otro lado, todo el conjunto se ordena al fin. Así las virtudes morales se ordenan a las intelectuales, y todas ellas a las teologales y a los dones del Espíritu Santo; y todo a la bienaventuranza. Y en este ordenado conjunto de virtudes hay dos que sobresalen y que rigen toda la vida del hombre: la sabiduría, virtud del intelecto especulativo, que nos hace no sólo conocer las cosas sino “saber como saben” esas cosas, es decir, gozarnos con el sabor de su conocimiento lo que constituye el aspecto afectivo o “cordial” del conocimiento intelectual. La otra es la prudencia, virtud intelectual también, hábito de la razón práctica que rige el campo de la vida práctica imponiendo el tono y la medida a las virtudes morales. Santo Tomás las distingue y las define de modo insuperable: “La sabiduría y la prudencia -escribe en el Comentario de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios- difieren pues la sabiduría es el conocimiento de las cosas divinas por lo que pertenece a la contemplación, según se lee en Job 28, 28: «el temor de Dios es la misma sabiduría». La prudencia, en cambio, es propiamente el conocimiento de las cosas humanas, por eso se dice en Proverbios X, 23: «la sabiduría es prudencia para el hombre porque el conocimiento de las cosas humanas se llama prudencia»”[18]. El fin de la educación humana es, pues, la sabiduría que incluye y perfecciona a la prudencia.
El segundo eje al que hicimos referencia es el salvífico. Toda educación, en última ratio, apunta a la salvación del hombre. Por eso no hay verdadera educación allí donde no nos hacemos dóciles a las mociones suaves del Espíritu Santo. Y en este punto sobrepujamos a la sabiduría sin negarla. De hecho, el hombre ha de aspirar a alcanzar en la vida presente un grado mayor de perfección. Pero este grado mayor de perfección sólo nos lo proporcionan los dones del Espíritu Santo. Es decir, por encima de la sabiduría, virtud natural, se nos da esa otra sabiduría que es don del Espíritu Santo que nos hace capaces de actuar bajo la inspiración de Dios. Esta sabiduría es una cierta connaturalidad del hombre respecto de Dios que permite juzgar rectamente de las cosas divinas y de las cosas humanas, connaturalidad que vive y alienta en el fuego de la caridad pues sin caridad no hay ni concurrencia ni presencia de lo divino en nuestras vidas. Es, pues, esta sabiduría-don la que más nos aproxima a la amistad con Dios en esta vida y nos prepara para la futura.
Como enseña Santo Tomás: “tener un recto juicio de las cosas divinas por inquisición de la razón pertenece a la sabiduría virtud intelectual pero poseerlo por connaturalidad con ellas pertenece a la sabiduría don del Espíritu Santo […] y esta compenetración o connaturalidad con las cosas divinas se realiza por la caridad que nos une a Dios”[19].

4. Conclusión

Al pasar revista, bien que somera y fragmentaria, a la doctrina tomista de la educación, podemos advertir que ella tiene en vista tanto al maestro y a su noble oficio cuanto al educando en la totalidad y unidad de su existencia personal.
Educar es siempre un arte difícil y exquisito. En todos los tiempos. En el nuestro, sin duda, se vuelve más difícil y requiere, por tanto, una mayor exigencia y una mayor sabiduría.
Hoy no nos enfrentamos tan sólo a doctrinas pedagógicas falsas o erróneas ajenas a la verdadera naturaleza del hombre y a su fin último. Nos enfrentamos a algo mucho más grave: a una perversa y sistemática desconstrucción del hombre y de la realidad que lo abarca todo y que ha construido -valga la paradoja- un mundo lleno de peligros y mentiras donde, sin eufemismos, “vagan los espíritus malignos para la perdición de las almas” como dice la vieja invocación al Arcángel San Miguel que se reza al final de la Santa Misa.
¿Cómo hacer que nuestros alumnos, nuestros hijos, nuestros jóvenes y niños, enfrenten este mundo lleno de la infección del mal? La pregunta nos supera; a menudo, no sabemos qué responder. Entonces nos afanamos y nos agitamos sin saber, muchas veces qué hacer. En esto, por desgracia, el pensamiento católico actual ofrece -como en tantos otros aspectos- una preocupante debilidad. Por eso se oye, con frecuencia, hablar entre nosotros, de “educación en los valores”, “educar para la vida”, del “pacto educativo” y bagatelas similares sin tener para nada en cuenta el rico tesoro de doctrina del que somos herederos y del que Santo Tomás constituye el más alto exponente.
Toda auténtica educación católica ha de apuntar a educar en las virtudes en vistas de esta vida y de la futura. Formar hombres virtuosos que, fortalecidos con la armadura de las virtudes y encomendados a la misericordia de la Divina Providencia, puedan enfrentar el mundo lleno de peligros y labrar sus propios caminos.
Hay un bello texto de Raimundo Lulio, el gran poeta, místico y teólogo catalán de los siglos XIII y XIV, con el que deseo cerrar estas reflexiones. Pertenece a su libro Blanquerna, escrito en Montpellier entre 1283 y 1285. El personaje central, que da nombre al libro, es un joven, hijo de unos padres ejemplares y piadosísimos, Evast y Aloma, quienes lo han educado esmerada y amorosamente y, a su vez, han previsto para ese hijo un porvenir lleno de legítimas aspiraciones humanas: continuar la casa y la descendencia, casarse con una doncella de excelentes prendas y virtudes, llamada Cana. Pero el hijo ha previsto otro porvenir, otro futuro: la vida eremítica en el retiro del bosque. Grande es, entonces, la inquietud y el temor de esos padres frente al hijo que emprende caminos tan escarpados. Pero Blanquerna se dirige a ellos, los tranquiliza y los anima con estas palabras:
“Voy a los bosques a contemplar a mi Señor Jesucristo y a su Gloriosa Madre la Virgen María. Llevo por compañeros la fe, la esperanza, la caridad, la justicia, la providencia, la fortaleza y la templanza. Necesito la fe para creer; los artículos de nuestra santa fe católica, apostólica, romana, para vencer las tentaciones que causa la ignorancia. Llevo la esperanza, para esperar y confiar en la ayuda de Aquel que puede ayudarme. Mi caridad lleva mi corazón a las selvas, y eso me hace parecer que esta ciudad y demás poblaciones son unos despoblados. Con ella todo lo puede el hombre y todo lo vence. La justicia me obliga a volver a Dios el cuerpo y el alma, porque es Criador y bienhechor mío y de cuanto tiene ser. La prudencia me da a conocer y menospreciar el mundo caduco, lleno de engaños y errores, y me hace desear la eterna bienaventuranza. La fortaleza, con la fuerza del Altísimo, alienta mi corazón para sufrir por su amor cualquier trabajo. Llevo conmigo la templanza, como señora de mi boca, de mi apetito y de mi vientre[20]”.
He aquí a Blanquerna, he aquí una muy buena obra del arte de enseñar.





* Conferencia pronunciada en el Colegio Fasta Catherina, Buenos Aires, el sábado 15 de noviembre de 2008.
[1] Cf. Etienne Gilson, El tomismo. Introducción a la Filosofía de Santo Tomás de Aquino, Pamplona, 1978, p. 18.
[2] Ibidem, p. 15.
[3] Cfr. Summa Theologiae II-IIae, q 188, a 6, corpus.
[4] Cfr. Summa Theologiae II-IIae, q 182, a 1, corpus.
[5] Ibidem. Véase, además, la respuesta a la tercera objeción de este mismo artículo donde, citando a San Agustín, sostiene que aquel al que se le exige la carga de la vida activa debe aceptarla en razón de la caridad; y concluye que el contemplativo que es llamado a la vida activa no lo hace como una substracción -esto es, abandonando la vida contemplativa- sino a la manera de una tarea más (per modum additionis).
[6] Cfr. Summa Theologiae II-IIae, q 181, a 3, corpus.
[7] Cf. Quaestiones Disputatae De veritate, XI, De magistro.
[8] Summa Contra Gentiles II, c 75, n 15.
[9] Ibidem.
[10] Ibidem.
[11] Ibidem
[12] De todos los signos sensibles exteriores que el maestro propone al discípulo, los más importantes, sin duda, son las palabras del maestro (verba doctoris). Cf. Quaestiones Disputatae De Veritate XI, a 1, ad 11.
[13] Ibidem.
[14] María Lilia Genta, Informe a la Inspección de Enseñanza de la Provincia de Buenos Aires, Distrto Vicente López, 1962-1963.
[15] Pedro Salinas, Poesías completas, Barcelona, 1971, p. 285.
[16] In Metaphysicorum, Prooemium.
[17] Summa Theologiae II-IIae, q 161, a 5, ad 2.
[18] Super I Cor, capítulo 1, leccción 3.
[19] Summa Theologiae II-IIae, q 45, a 2, corpus.
[20] Raimundo Lulio, Blanquerna. Tomamos la traducción de Juan Zaragüeta, en Libro del Amigo y del Amado, Buenos Aires, 1981.