miércoles, 23 de diciembre de 2009

Meditación de Navidad


1. La admirable pedagogía de la Iglesia, en este santo tiempo del Adviento, nos va conduciendo, gradualmente, a la contemplación del Misterio de la Encarnación del Verbo. En los siete días anteriores a la víspera de la Navidad, la Liturgia de las Horas nos propone unas hermosas antífonas que preceden al Canto del Magnificat, en la Hora de Vísperas, llamadas “las antífonas de la Oh” pues todas ellas comienzan con esa interjección que expresa la admiración y la alegría del alma ante el Misterio. Rezarlas, ya sea solas a modo de un septenario, ya integradas en la lectura de las Horas, constituye un saludable ejercicio que nos prepara para celebrar mejor la Santa Natividad del Señor.
Pongamos nuestra atención en la primera de esas antífonas, la correspondiente al día 17 de diciembre. Dice así:
¡Oh, Sabiduría, salida de los labios del Altísimo, que abarcas de uno a otro confín, que dispones todas las cosas con suavidad y firmeza, ven y enséñanos el camino de la prudencia!
Es interesante reparar en este hecho: la primera de las antífonas, justamente la que inicia el septenario, es una invocación a la Sabiduría Divina, que procede de los labios de Dios, que todo lo abarca y todo lo dispone y a la que le imploramos el camino de la prudencia. Hay, aquí, sin duda, en primer lugar, una fuerte impostación trinitaria: la Sabiduría que sale de los labios del Altísimo, en efecto, no es sino la Palabra pronunciada ab aeterno por Dios, el Logos, el Verbo coeterno del Padre, el Hijo Unigénito, que se hizo carne y habitó entre nosotros (Juan 1, 14). Pero hay, también, y por lo mismo, una alusión directa al Misterio de Cristo pues Cristo es, propiamente, la Sabiduría por la que todo fue hecho y restaurado. Como enseña el Apóstol: Cristo es el poder y la sabiduría de Dios... y ha sido constituido por Dios en sabiduría nuestra (1 Cor. 1,24.30). La Navidad, pues, es la celebración adorante de la Sabiduría de Dios hecha carne para nosotros.
2. Santo Tomás de Aquino, en el Proemio que antepone a su comentario del Libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, comienza precisamente citando el texto de Corintios. Y agrega a continuación: “Con lo cual no quiso decir que sólo el Hijo sea Sabiduría, puesto que tanto el Padre como el Hijo, como también el Espíritu Santo, son una misma Sabiduría, así como son una misma esencia; sino que la sabiduría se dice con cierta propiedad del Hijo, debido a que las obras de la Sabiduría parecen convenir mucho con las obras que son propias del Hijo” (In Sententiarum, prooemium).
Ahora bien, ¿cuáles son esas obras de la Sabiduría que más parecen convenir con las obras propias del Hijo? El Aquinate las enumera y analiza con su habitual precisión. Son tres: la manifestación de las cosas ocultas de Dios, la producción de las obras de la creación y la restauración de esas mismas obras.
Por Cristo-Sabiduría lo escondido de Dios se hace visible. Todo lo que estaba oculto en la semejanza de las creaturas o en los enigmas de la Sagrada Escritura, fue revelado plenamente por Cristo. Santo Tomás compara esas cosas ocultas a los ríos derramados por la Sabiduría Divina (Eclesiástico, 24, 40). Por eso dice: “Vino el Hijo de Dios, y como que derramó aquellos contenidos ríos, publicando el Nombre de la Trinidad” (In Sententiarum, prooemium).
También por Cristo-Sabiduría fueron hechas todas las cosas pues todo lo hizo Dios por su Sabiduría. “Y esto también -continúa Tomás- se encuentra atribuido en forma especial al Hijo, en cuanto que es imagen de Dios invisible, según cuya forma todo recibió forma” (ibídem).
Finalmente, la creación toda fue reparada por el Hijo-Sabiduría: “En tercer lugar, corresponde a la Sabiduría de Dios la restauración de las obras pues una cosa debe ser reparada por aquello mismo por la que fue hecha. Por tanto, es necesario que las cosas que han sido constituidas por la Divina Sabiduría sean reparadas por esa misma Sabiduría. Ahora bien, esta reparación fue hecha especialmente por el Hijo -en cuanto que Él se hizo hombre- el que, una vez reparada la condición humana, reparó, de alguna manera, todo cuanto fue hecho en razón del hombre” (ibidem).
Este Proemio de Santo Tomás contiene, según opinión de los especialistas, un anticipo del plan de la Teología del Angélico, plan que luego llevará a su plena realización en la Suma de Teología; y resuta fácil advertir en este plan la centralidad de la Encarnación. Pero independientemente de esto, no hay dudas de que este Prólogo es un magnífico fresco en el que el genio de Aquino plasma la entera economía de la creación y de la salvación del Universo y despliega ante nuestros ojos la más alta y soberana visión de esa divina economía en la que el Misterio de la Encarnación del Verbo constituye el centro y la clave.
3. Todavía hay más. En la misma obra, antes de comentar el Libro Tercero, hallamos otro Proemio de Tomás, más breve y conciso pero que cala más hondo aún en la contemplación de aquel Misterio. El Libro Tercero, de los cuatro que componen la obra de Pedro Lombardo, trata precisamente de la Encarnación. Tomás pone, a modo de epígrafe, un texto de la Sagrada Escritura tomado del Eclesiástico 1, 7: Los ríos retornan al lugar del que salieron para volver a fluir.
Estos ríos, según la exégesis de Santo Tomás, representan todos los bienes creados, tanto los corporales como los espirituales, con los que Dios colma a sus creaturas; ríos que “se encuentran separadamente en las otras creaturas pero en el hombre están, en cierto modo, reunidos: el hombre, en efecto, es como el horizonte y el confín entre la naturaleza espiritual y corporal, como un medio entre ambas que participa de los bienes espirituales y corporales” (In III Sententiarum , prooemium). Magnífica lección de auténtica antropología que le permite concluir a Tomás: “por eso, cuando la naturaleza humana por el misterio de la encarnación se unió a Dios, todos los ríos de los bienes naturales vovieron a su principio”.
Ahora, de la mano del Aquinate, nuestra mirada llega aún más hondo. En la Encarnación del Verbo toda la creación vuelve a su principio a la manera de esos ríos que saliendo de Dios retornan a Él para volver a fluir.
Conmueve fuertemente esta imagen de los ríos, reunidos en el hombre, que vuelven a su origen por la Encarnación del Verbo. Esta idea que, restaurado el hombre, toda la creación es restaurada con él, resume, repetimos, una visión soberana y suprema del Universo y de la Historia de la Salvación que sólo el genio del Aquinate pudo alumbrar. Pero este alumbramiento no sólo conmueve nuestra inteligencia. Nos arrebata, por cierto, a las cimas de la contemplación pero para hacernos caer, de inmediato, en la adoración orante del Misterio.
¿Cómo no caer de rodillas fente a la Cuna en la que yace, tiembla y llora, esa Divina Sabiduría por la que todo fue hecho y restaurado y a la que regresan, como a su fuente, todos los ríos de los bienes creados? ¿Cómo no adorar a ese Niño por el que vuelve hacia nosotros el manantial inagotable de esos ríos que nos anega en la inmensidad inefable de la Gracia?
¡Feliz Navidad!

Mario Caponnetto

domingo, 22 de noviembre de 2009

De mitos e ídolos

Jean-Luc Nancy



Jorge Fontevecchia, en nota editorial del diario Perfil del domingo 26 e julio de 2009, intenta una interpretación de la actualidad argentina, más concretamente, de la disolución en que se debate el gobierno de los Kirchner. Para ello, abandonando el camino más modesto pero más seguro del análisis periodístico, se interna en una pretenciosa incursión por el pensamiento del “filósofo” francés contemporáneo Jean-Luc Nancy cuya obra La communauté désoeuvrée, publicada en París en 1983 y traducida al español en 2000 bajo el título La comunidad inoperante, le sirve de pretexto para desarrollar una curiosa aplicación de las teorías del francés a la política argentina.
La aventura es riesgosa por donde se la mire. Nancy no representa, precisamente, ni lo mejor ni lo más lúcido del pensamiento contemporáneo. En cuanto a la política argentina, hasta su misma existencia es problemática. En efecto, hace tiempo vengo madurando la convicción de que Argentina es un país que vive en estado infrapolítico pues la Polis ha sido sustituida por el bandolerismo más o menos organizado. Lo que torna extremadamente resbaladizo y complejo todo intento de comprensión. En consecuencia, el artículo de Fontevecchia se queda simplemente en eso: un fallido intento de comprensión de nuestra realidad envuelto en las nubes de un galimatías conceptual.
Nancy, y Fontevecchia con él, se equivoca. En vano se proclama la “interrupción” del mito. El mito es coesencial al hombre. Tolkien, que vio infinitamente más lejos que Nancy, dedicó un bello poema, Mitopoeia, “a aquel que dice que los mitos son mentiras, y por tanto sin valor” en el que, entre otras cosas, leemos: “Benditos los hacedores de leyendas con sus versos/ sobre cosas que no se encuentran en los registros del tiempo.”
El hombre es, pues, un ser mitopoético; lo hallaremos, siempre, creando mitos, destruyendo unos para poner a otros en su lugar.
El mito, por tanto, atraviesa la entera vida del hombre: la individual y la colectiva. Tiene que ver con la fe, el amor y la esperanza. Su poder unificador es inmenso. En torno a él se construye, en cierto modo, la comunidad. Y la comunicación no acaba con él ni lo interrumpe, como pretende Nancy, por la sencilla razón de que toda comunicación es comunicación de algo y ese algo siempre, directa o indirectamente, nos remite al mito.
Hay mitos verdaderos que velan la Verdad (o las verdades que de ella participan) y que, por eso, pueden ser, hasta cierto punto, iluminados, de-velados, por el intelecto. Ellos son iconos o imágenes de la verdad. Pero hay mitos falsos que ocultan la Mentira o las mentiras derivadas. Estos últimos se convierten en ídolos que se hacen adorar en lugar del Dios Verdadero. Y en esto se debate nuestra vida.
El problema de la Argentina es su oscilación entre los mitos que la unen a lo mejor de sí misma y la religan a su origen y las mentiras que se erigen en ídolos. Los mitos nos unen, las mentiras nos dividen y dispersan. El mito verdadero es perenne y engendra la unidad duradera. El ídolo también puede unir pero su unidad es siempre precaria y frágil.
Tal vez sea esta una clave mejor para entender nuestra historia y nuestro agitado presente. La Argentina ofrece, hoy, parodiando a Hegel, “el lamentable espectáculo” de un pueblo que ha dado la espalda a sus Mitos y se ha entregado a la borrachera de la más grotesca idolatría.
No quiero ofender a nadie haciendo nombres. De todos modos, en mayor o menor medida, el sayo de la idolatría nos cabe a casi todos. Sin embargo, he de decir que la Democracia es el último gran ídolo, el gran falso mito que nos hemos fabricado y que ha sustituido los antiguos Mitos Patrios. Lejos, pues, de las pretensiones de Nancy y de Fontevecchia, no hemos interrumpido el mito ni hemos llegado, de la mano del racionalismo “comunicacional”, a ningún grado elevado de desarrollo. Por el contrario, nos hemos hecho de un Mito Falaz que se alimenta de la sangre de los hijos y de la tinta negra de los escribas canallas.

Mario Caponnetto

miércoles, 7 de octubre de 2009

1571 7 de octubre 2009 Batalla de Lepanto







DESDE ENTONCES y PARA SIEMPRE LA GRAN FIESTA DEL TRIUNFO DEL SANTÍSIMO ROSARIO DE NUESTRA SEÑORA



R. P. Rivadeneira S. I.



Vida y Misterios de Nuestra Señora




“Aunque ha sido muy célebre esta devoción del Rosario desde el tiempo de Santo Domingo, se hizo más célebre con ocasión de la famosa batalla naval de Lepanto, que se ganó por intercesión de nuestra Señora, y particularmente por la devoción de su santo Rosario, la cual, siendo tan sabida, no hay para qué referirla aquí de propósito, y siendo muy propia de la fiesta de hoy no se puede callar del todo, y por eso diré la suma de ella.
Después que Selim II de este nombre, gran turco, rompió las paces con la república de Venecia, y viéndose señor del mar por la multitud de sus naves y soldados, se señoreó del reino de Chipre, y empezó a hacer hostilidades y estragos en los cristianos, el santísimo Pontífice Pío V procuró unir todas las armas católicas contra el enemigo común de la cristiandad que deseaba dominarlo todo con su poder, y presumía eclipsar con sus lunas las luces clarísimas de nuestra fe. Excusáronse los otros príncipes cristianos, y solamente el rey católico Felipe II se coligó con el Papa y con la república de Venecia para oponerse a tan formidable enemigo. Dispúsose una poderosa armada, de la que iba por general D. Juan de Austria, hijo del invicto emperador Carlos V, en quien parecía herencia el valor y patrimonio el vencer. Buscó la armada católica a la turquesa, que esperaba en el golfo de Lepanto.
Los turcos contaban doscientas treinta galeras reales, con otras muchas galeotas y vasos menores; los cristianos llevaban más de doscientas galeras: ochenta y una del rey de España, ciento nueve de Venecia, y doce del Sumo Pontífice, tres de Malta y otras de caballeros particulares. Al llegar nuestra armada a vista de la del enemigo, el viento, que para los turcos era favorable y para los cristianos contrario, amainó casi de repente, empezando ya a desfavorecerles este elemento, y el mar se sosegó, como si pretendiera ver con reposo los dos más poderosos ejércitos del mundo disputarse sobre la posesión de él.
El de los turcos era muy superior en número; el de los cristianos era mayor en el valor: los turcos presumían alistarse debajo de sus banderas la fortuna, hinchados con repetidas victorias; los cristianos sabían qué venía con ellos la justicia de la causa; ambas armadas tenían presente la batalla y el riesgo, y esperaban la victoria y el triunfo; pero los infieles lo esperaban de su valor y los fieles del favor divino.
Por esto, ya que se acercaban a tiro de cañón, mandó su alteza enarbolar un crucifijo y muchas imágenes de Nuestra Señora, y todos, puestos de rodillas hicieron oración a Dios, poniendo por intercesora a la Virgen, suplicándole que no diese la victoria a sus enemigos por castigar a los que le confesaban y llamaban arrepentidos de sus culpas. Luego, habiendo esforzado los dos capitanes a sus soldados, y dado la señal de aceptar de ambas partes la batalla con dos tiros de bombarda, se acometieron las naves con increíble ímpetu, y se peleó por espacio de dos horas con extraño valor, con diferentes sucesos, ya prósperos, ya adversos, como los lleva la guerra, sin saberse aún dónde estaba la victoria, hasta que se reconoció en nuestra armada, y se fue declarando tanto por los cristianos, que en breve tiempo quedó desbaratada y deshecha la armada de los turcos; treinta mil con su bajá muertos, diez mil cautivos, ciento ochenta naves presas, noventa sumergidas, quince mil cristianos rescatados, casi trescientos tiros de artillería tomados; el despojo de dineros, joyas y armas no tiene precio ni número; y lo principal fue cobrar las armas católicas la reputación perdida, y perder las mahometanas la soberbia y confianza ganadas en muchas victorias. Murieron de nuestra parte seis mil hombres, por lo cual fue esta batalla la más célebre que han conseguido en el mar los cristianos, y no sé si vio antes primera, ha visto después segunda en sus campañas el elemento del agua.
Debióse esta insigne victoria a las oraciones de San Pío V y de la cristiandad, donde el Santo Pontífice les mandó hacer; y fuera del valor de los soldados cristianos, ayudó mucho la devoción y celo con que confesados y bien dispuestos entraron en la batalla, para morir defendiendo la fe, si Dios por nuestras culpas diese a los infieles la victoria; y principalmente se debió a la intercesión de la sacratísima Virgen María nuestra Señora, singular patrona de las batallas, a quien el Sumo Pontífice encomendó esta empresa, y el general y capitanes hicieron diversos votos.
Consiguióse esta victoria en el primer domingo de octubre de 1571, día que la religión de Predicadores tenía consagrado, como todos los primeros domingos de cada mes, al culto de nuestra Señora del Rosario; y en éste, especialmente encomendaba a Dios el buen suceso de las armas católicas, por mandado del Sumo Pontífice San Pío V, el cual, en reconocimiento de tan señalada merced como recibió toda la cristiandad de la Madre de Dios, consagró este día a su culto, con título de "Santa María de la Victoria"; y Gregorio XIII, que le sucedió, mandó que se celebrase cada año, en el primer domingo de octubre, en todas las iglesias del orbe cristiano donde hubiese capilla o altar de nuestra Señora del Rosario, fiesta a nuestra Señora con título del Rosario, por haberse alcanzado esta victoria por su devoción. Confirmó esta fiesta Clemente VIII, y últimamente nuestro Santísimo Padre Clemente X; a instancia de la reina nuestra señora doña Mariana de Austria. Y se fijó definitivamente para el día 7 de octubre, día de la grandiosa victoria de Nuestra Señora con su arma invencible de todos los tiempos: Su Santísimo Rosario.”

Hoy la Cristiandad no está amenazada por poderosas flotas ni ejércitos temibles. Pero sí la asedian, desde adentro y desde afuera de ella misma, fuerzas oscuras y siniestras que bajo la inspiración directa de Satanás procuran destruirla y desterrar de la faz de la tierra el Santísimo Nombre de Cristo.
Volvamos a Lepanto.
Volvamos a María, la siempre Virgen Madre de Dios.
Volvamos al Rosario.
Como Don Juan de Austria, Capitán de la Flota Cristiana que venció a los infieles, volvamos a gritar: ¡Cristo, Nuestro Capitán General!

lunes, 28 de septiembre de 2009

La batalla litúrgica


A propósito de un libro de Nicola Bux


Mario Caponnetto

A pocos meses de la publicación de su original italiano ya está entre nosotros la versión española del libro del Padre Nicola Bux, La riforma di Benedetto XVI, con Prólogo del Cardenal Antonio Cañizares, Prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos . El autor es un sacerdote de la Diócesis de Bari, estudiante y profesor de Liturgia en Jerusalén y Roma, Docente de Liturgia Oriental y de Teología de los Sacramentos en la Facultad Teológica Pugliese, Consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, consejero de la revista teológica internacional Communio, perito en el Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía y Consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice. Un verdadero experto en el tema que trata, sin duda.
Sin embargo, el autor no nos ofrece tan sólo un texto erudito para especialistas sino, además, y principalmente, un libro al alcance de cualquier católico -obispo, sacerdote, religioso, laico- que se interese de verdad en temas de liturgia y que intente no permanecer ajeno a la crisis en que se debate la liturgia en la Iglesia de nuestro tiempo.
El primer aspecto, pues, que se ha de resaltar es que el libro no rehúsa, en absoluto, afrontar esa crisis. No la niega, ni la minimiza ni, tampoco, la exagera. Por eso su estilo está desprovisto por completo de cualquier tono de catástrofe o de cualquier vano disimulo. Afronta el problema con decisión y lucidez. Y, como no puede ser de otra manera, se sitúa en la perspectiva sobrenatural de la Fe y del misterio.
Los dos primeros capítulos, de los siete que componen la obra, son un breve pero denso recordatorio de teología litúrgica. Así, se señala que la sagrada y divina liturgia es el lugar donde Dios va al encuentro del hombre, es el descenso del cielo a la tierra, la mística y misteriosa unión del cielo y la tierra en la que, al decir de Dioniso, los coros angélicos y los hombres unen sus voces en una alabanza sin pausa a Dios. La liturgia tiene que ver, pues, con lo sagrado, tiempo y espacio sagrado, tiempo y espacio que, por eso mismo, se sustraen de lo cotidiano, que se separan -la liturgia dice esencial separación respecto de la vida ordinaria- del peso y del trajín de los trabajos y los días. Ella es, en definitiva, la “osadía de lo sagrado”.
Muy bien recuerda el Padre Bux el verdadero sentido de la liturgia, hecha de símbolos que evocan y remiten al misterio. La liturgia es mistagógica, vive de la tradición viviente y es regla de la Fe.
Pero en la liturgia católica hay algo más radical todavía: ella mira al Señor Traspasado, al Cordero, al Cristo Crucificado, el Cordero de Dios, el Agnus Dei, el Oriente hacia Quien todo converge en la unidad y simplicidad de una sola mirada. Liturgia es Eucaristía. Es Sacrificio. No es mera cena de hombres. Es la Cena Agni a la que somos convocados -en cada Misa, en cualquier lugar de la tierra, en cualquier tiempo, en cualquier rito- y en la que Cristo es Altar, Celebrante y Víctima.

Desplegado, pues, ante los ojos del lector, a modo de grandioso fresco, el sentido de la liturgia, el autor pasa a abordar otros asuntos que tienen que ver directamente con las inquietudes del tiempo. El capítulo tercero lleva por título “La batalla en torno a la reforma litúrgica”, título que puede sorprender y que, sin embargo, no hace más que designar con justeza un estado de cosas insoslayables. En este capítulo, el autor se detiene en un pormenorizado examen de las diversas vicisitudes que jalonaron y jalonan la aplicación de las reformas litúrgicas queridas por el Concilio Vaticano II. Todos sabemos que la implementación de esta reforma no ha sido, ni de lejos, un proceso pacífico, tranquilo, armónico. Todo lo contrario. Las tensiones vividas a raíz de la puesta en marcha de aquella reforma produjeron actitudes y situaciones que llevaron, nada menos, que a la excomunión de varios obispos y a una situación de auténtica marginalidad eclesial a varios cientos de miles de fieles católicos en el mundo entero. Un dato nada menor, por cierto.
Pero, más allá de estas dolorosas convulsiones -siempre presentes, en mayor o menor medida, en la historia de la Iglesia, por otra parte- lo importante es preguntarse si tras cuarenta años de reforma ésta, finalmente, ha sido hecha o no ha sido hecha. La respuesta del Padre Bux es, en buena medida, negativa. En efecto, el espíritu de ruptura y de ruinosa innovación que prevaleció, de hecho, en la aplicación de los cambios queridos por el Concilio, impidieron llevar a su plenitud los frutos previstos y deseados por el mismo Concilio. El autor cita, al respecto, palabras del propio Benedicto XVI en la Carta que acompaña al Motu Proprio Summorum Pontificum en el sentido de que “en la historia de la liturgia hay crecimiento y progreso pero nunca ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado también para nosotros permanece sagrado y grande, y no puede ser improvisadamente prohibido del todo o incluso juzgado dañino” (página 66). Palabras que pone en consonancia perfecta con estas otras de Pío XII en la Introducción de la Encíclica Mediator Dei: “Si por una parte constatamos con dolor que en algunas regiones el sentido, el conocimiento y el estudio de la liturgia son a veces escasos o casi nulos, por otra parte notamos con mucha aprensión que algunos están demasiados ávidos de novedades y se alejan del camino de la sana doctrina y de la prudencia, ya que a la intención y el deseo de una renovación litúrgica interponen frecuentemente principios que, en la teoría o en la práctica, comprometen esta santísima causa, y frecuentemente la contaminan de errores que tocan a la fe católica y a la doctrina ascética” (ibídem). Y más adelante abunda: “Si bien no se puede decir que la reforma litúrgica no haya despegado, ciertamente ha volado bajo, por caminos llenos de obstáculos y no siempre en línea con el movimiento litúrgico del siglo XX y sobre todo de la restauración llevada a cabo por Pío XII para acabar haciendo aterrizajes forzosos” (página 81).
Por cierto que este espíritu de ruptura y de novedad contrario al Magisterio y a la Tradición se acusa no sólo en el plano litúrgico sino que abarca la entera interpretación y aplicación del Vaticano II. En más de una ocasión, el Santo Padre ha denunciado esta “hermenéutica de la ruptura” como un grave y funesto error de consecuencias enormes. Pero no hay dudas de que el plano litúrgico ha sido particular y gravemente alcanzado por este espíritu negativo. Por eso, la reforma litúrgica está pendiente y, en una muy adecuada interpretación del pensamiento del Padre Bux, Monseñor Cañizares, afirma en su prólogo de la edición española: “Es indudable que una profundización y una renovación de la liturgia ran necesarias. Pero, con frecuencia, ésta no ha sido una operación perfectamente lograda. La primera parte de la constitución Sacrosantum Concilium no ha entrado en el corazón del pueblo cristiano” (páginas 11, 12). Y esta situación harto desgraciada tiene responsables: son los sacerdotes y los obispos que han descuidado el grave deber de vigilancia permitiendo, y aún promoviendo activamente, la extensión del mal.

Pero ante esta batalla, el Santo Padre Benedicto XVI ha propuesto una tregua. “Ahora, escribe Bux, el Usus antiquior de la Misa ha vuelto a modo de espejo junto al nuevo. Si algunas nuevas formas rituales han parecido ceder al espíritu del mundo, una sosegada profundización y una revisión o restitución de las antiguas podrá alejar todo temor” (página 81). Este, y no otro, es el espíritu que anima al Motu Proprio Summorum Pontificum a cuyo análisis dedica el autor el cuarto capítulo del libro que lleva por título “La tregua del Papa”.
Por desgracia, son muy pocos los que entienden las cosas de este modo. El documento ha suscitado una ola de rechazo o de activa indiferencia que por momentos sobrecoge y perturba el ánimo. Se ha querido ver en este acto de potestad del Papa -ejercicio pleno de su munus regendi- cosas en absoluto ajenas al verdadero sentido de lo único y solo que está en juego: la restauración de la Sagrada Liturgia en un panorama de auténtico descalabro y tensión. Se habla de “retrocesos”, se exhiben temores que no responden a criterios eclesiales sino a meros criterios mundanos cuando no ideológicos, se abusa de la autoridad para impedir la plena aplicación de las disposiciones del Motu Proprio. Hay quienes parecen haber entendido que no se trata de una tregua sino de una declaración de guerra y se empeñan en hacerla con celo digno de mejor causa.
Mas pese a tantas dificultades, el autor insiste, en los tres capítulos finales, en la serena explicación de lo que el Papa actual se propone en su lenta pero firme obra de reconstrucción de la liturgia. Se trata de asegurar la continuidad, de dar los pasos adecuados por el camino seguro de la tradición y de la innovación a fin de que un nuevo movimiento litúrgico, centrado en el Misterio de la Cruz, en el Cordero Inmolado, alumbre en la vida de la Iglesia. A eso nos encaminamos.
La lectura de este libro a la par que nos ha ilustrado ha renovado nuestras esperanzas. Confiamos en que, finalmente, llegará la paz. En tanto, seamos capaces, con el auxilio de Dios y de María –la Mujer Eucarística como la ha llamado Benedicto XVI- de mantenernos fieles en la tribulación, aferrados a la Roca de Pedro y fortalecidos, como muy bien señala el Padre Bux, cum patientia amoris, con la paciencia del amor.

sábado, 21 de marzo de 2009

El valor de Atreverse

Para bien de narradores, poetas y ensayistas en formación, Random House Mondadori acaba de lanzar la cuarta edición de Atreverse a escribir. Prácticas y claves para arrancar de una vez por todas y, asimismo, la cuarta de Atreverse a corregir. Trucos y secretos del texto bien escrito. Son dos libros de Marcelo di Marco (el autor del clásico Taller de corte & corrección) y Nomi Pendzik, para el sello Sudamericana Joven Taller. Altamente recomendables, llenos de generosos consejos, jugosos ejemplos y certeros ejercicios, estos manuales vienen demostrando desde 2002 (año de su primera edición) que son indispensables aliados del escritor a la hora de sentarse a inventar mundos con la palabra. De ellos dijo Fernando Sorrentino: "Es verdad que todos aprendemos a escribir mediante un método que nos impone el mismo trabajo de redacción y que consta de dos movimientos: a) cometer errores; b) advertir los errores y corregirlos. Pero, si además hubiéramos tenido la guía de unos libros como los de Marcelo di Marco y Nomi Pendzik, podemos estar seguros de tres cosas: la tarea habría marchado con fluidez considerablemente mayor; los errores cometidos habrían sido menos serios y más escasos; la corrección habría sido menos extenuante y más eficaz".
Como para no perdérselos.
Más información en
http://www.elaleph.com/marcelodimarco
http://revistaaxolotl.com.ar/sup03-1.html
http://www.edsudamericana.com.ar/fichalibro/?isbn=9500722062

Y acá hay imágenes:

http://www.elaleph.com/atreverseaescribir/
http://www.elaleph.com/atreverseacorregir/