martes, 24 de julio de 2012

Ovejas sin pastor

Et vidit multam turbam et misertus est super eos, quia erant sicut oves non habentes pastorem (Marcos, 6, 34)

La liturgia de la palabra de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario nos pone frente a la figura del Pastor, más propiamente de Cristo, Pastor, Universal y Supremo. Sin embargo cada uno de los textos que la componen tiene un matiz diverso a la manera de un acento distinto con el que el Verbo de Dios nos interpela. Así, la profecía de Jeremías (Jeremías, 23, 1-6), que abre las lecturas, nos trae la voz del Profeta que increpa y apostrofa a los malos pastores, aquellos que se apacientan a sí mismos y dispersan al rebaño. Palabras durísimas que hacen estremecer pero que el Señor misericordioso compensa con la promesa de buenos pastores -que harán que las ovejas ya no anden medrosas ni asustadas- y el anuncio de un rey sabio y prudente que regirá la tierra con justicia. A continuación el Salmo 22 trae el canto del alma que, confiada y gozosa, oye los silbos amorosos del Pastor que la llama, la guía y la conduce a las praderas de quietud: el Señor es mi pastor nada me puede faltar. El texto de San Pablo (Efesios 2, 13-18), si bien no incluye la figura del Pastor, es un llamado a los pueblos gentiles, los que antes andaban lejos, para que se vuelvan a Jesucristo, Rey y Pastor Universal y Supremo, que con su Cruz ha hecho de gentiles y judíos un solo pueblo derribando con su Cuerpo el muro de la enemistad. La Epístola de Pablo presenta y anuncia, así, la salvación universal de Cristo y constituye una suerte de vértice de plenitud y gloria de estas lecturas.
Pero cuando el alma ha sido llevada por el ritmo y los acentos de los textos sagrados a este vértice de gloria y de plenitud, el Evangelio (San Marcos, 6, 30, 34), nos vuelve, de pronto, hacia otro costado de la realidad. Narra Marcos que los discípulos, enviados por el Señor a predicar a las ovejas de Israel, regresan a darle cuenta de cuanto han hecho y enseñado. El relato nos pone, pues, en primer término, frente a este retorno de los apóstoles, el retorno a Cristo, el Señor, la referencia última y única de todas sus andanzas. Santo Tomás, en el comentario de este pasaje, trae un bello y expresivo texto de San Jerónimo en el que se compara el regreso de los discípulos al retorno de los ríos a su origen: Los ríos van a desaguar al lugar de donde salieron (Catena Aurea, Marcos, VI, lectio 5). Como ríos, pues, que tornan a su origen, así vuelven los discípulos al Señor. Pero, añade Marcos, los apóstoles vuelven cansados, agobiados (tentados estamos de imaginarlos cubiertos del polvo de los caminos, ya sin aliento, quizás a punto de desplomarse), pues eran tantos los que los seguían y se agolpaban que ni tiempo tenían para comer. En este segundo momento del relato, el texto nos pone frente al cansancio de los apóstoles y la exquisita caridad del Señor que los invita a descansar. El Señor, en efecto, los invita a reposar un poco, a un sitio solitario, junto a Él: Venite… in desertum locum et requiescite pusillum. Cristo es nuestro descanso y a Él volvemos como refugio de nuestras fatigas cuando el cansancio agobia. A lo largo de los siglos, millones de seres humanos, discípulos de Jesús, misioneros y pastores, han buscado este refugio a los pies del Sagrario, han vuelto a la soledad de la celda, al consuelo, siquiera breve, de la contemplación y de la oración, a los brazos amantes del Pastor que repara sus fuerzas. Y muchos más seguirán haciendo esto mismo hasta el fin de los tiempos. Este reposo breve no es aún, al decir de San Jerónimo, el festín en que se beberá vino nuevo y se cantará un nuevo himno por hombres nuevos (cf. Catena Aurea, loc. cit.). Pero hasta que llegue este festín definitivo el Señor seguirá diciendo a sus pastores: Venite… et requiescite pusillum. Y el que no acepte esta invitación del Señor verá frustrado su pastoreo.
Llegados a esta altura del relato, el Evangelio vuelve, enseguida, a cambiar el ángulo de la realidad, ésta sí definitivamente conmovedora y sobre la que queremos meditar, ahora, siquiera por unos momentos. El Señor, Aquel a quien hace instantes contemplábamos en la plenitud de su gloria de la mano de Pablo, ahora es el Pastor solícito que nos interpela con su mirada, mirada dirigida a las muchedumbres que lo siguen. Cristo ve a la multitud, una multitud abigarrada, apiñada, que lo busca sin reparar en nada, ni en la comida, ni en la hora del día, ni en el calor, ni en el frío. Cristo ve a todos y a cada uno de esos hombres que integran la multitud. El Señor los ve: Et vidit multam turbam… ¿Cómo no conmoverse ante esta mirada del Señor, ante el fulgor de esos ojos abiertos de Cristo, rasgados por la misericordia? Porque Cristo ve y, al tiempo, se compadece de la multitud: Misertus est super eos. Aquí el vidit y el misertus anudan y abarcan la infinita totalidad de esa mirada de Cristo sobre el hombre. ¿Y qué es lo que provoca este ver misericordioso del Señor? Marcos lo dice con una sobriedad sobrecogedora de palabras: porque eran como ovejas que no tienen pastor.
La vista del rebaño huérfano, disgregado, sin rumbo y sin guía -y volvemos al texto primero de Jeremías- conmueve las entrañas de Cristo. La pregunta es esta: ¿nos conmueve hoy, a nosotros, esa mirada misericordiosa de Cristo, conmueve nuestras entrañas la conmoción del corazón del Pastor? ¿Somos suficientemente concientes de que el espectáculo hodierno del mundo y de la Iglesia provoca, de nuevo, la mirada de Cristo?
¡También hoy Cristo vidit et misertus est! ¡Tantas multitudes que andan sin pastores! ¡Tantos pastores, ay, en nuestra Iglesia, que se apacientan a sí mismos y disgregan el rebaño! ¡Tanto rebaño descarriado mientras los pastores duermen! ¡Tantos pastores que olvidan que su misión es enseñar, regir y santificar la grey y no proponerse a sí mismos! ¡Tantos que olvidan que deben ofrecer el Sacrificio del Cordero en cada misa y el Pan de la Vida y no el pobre pan de un banquete demasiado humano! ¡Cuántas ovejas, a su vez, ganadas por la soberbia de una “fe adulta” que no quieren oír ni al Pastor ni a su Vicario, ni a sus ministros!
No hemos podido escapar a la conmoción de este Evangelio, a la sensación, casi física, de que la desgarrada mirada del Señor se derrama sobre cada uno de nosotros. Nos hemos sentido envueltos en esa mirada dulce y misericordiosa del Pastor Supremo y le hemos suplicado que nunca la aparte de nosotros.
A la luz y al calor de esa mirada, brota de nuestro corazón cansado la plegaria que la Iglesia repite en la festividad de los Sumos Pontífices: Gregem tuum, Pastor aeterne, placatus intende.

 

Mario Caponnetto