
1. Un hombre,
dos relatos
Se han cumplido cuarenta años del asesinato del Padre
Carlos Mugica, el reconocido “cura villero” o “cura de los pobres” como suelen
denominarlo sus panegiristas. El aniversario ha dado ocasión a una desmesurada
exaltación de su figura: grandes homenajes civiles y eclesiásticos, derroche de
elogios y ditirambos y hasta una de esas modernas gigantografías, que recoge su
ascético rostro, insertada en el corazón del pasaje urbano.
El Gobierno y la Jerarquía Católica, que no suelen
andar muy juntas, esta vez han aunado sus afanes en pro de exaltar la memoria
del sacerdote. Es que, curiosamente, Mugica les pertenece en la medida en que
ambos, Gobierno y Jerarquía, lo han integrado, cada uno a su modo y con muy
diversa gravedad, como veremos, a sus respectivos “relatos”.
Para el Gobierno, en efecto, Mugica es una figura
emblemática de ese “setentismo” ominoso y sangriento, metamorfoseado en
epopeya, del que ha hecho la columna vertebral de su radical impostura. Es que
en esa imaginaria “lucha de liberación” librada por aquella “juventud
maravillosa” encuadrada en las “organizaciones combatientes”, en esa falsa épica
revolucionaria que reivindica como su pasado glorioso, el relato exige la
presencia de un ingrediente “cristiano”. Se podrá preguntar por qué. Porque en
ese setentismo real, no el ficticio, y por razones que enseguida examinaremos, una
nada despreciable cantidad de católicos (obispos, sacerdotes, religiosas y
laicos) dieron su decisiva contribución a ese gran baño de sangre que nos sumió
en el dolor y la muerte. Mugica es, en este sentido, el rostro más reconocido
(no el único ni, tal vez, al que le quepan las máximas responsabilidades); y
esta es la razón del homenaje que hoy le brinda un Gobierno que ha pisoteado
hasta el hartazgo la ley de Dios y los derechos de Jesucristo y al que hoy, la
emblemática figura del cura villero vuelve a servir de ariete en su renovado odio
contra la Iglesia.
En cuanto a la Jerarquía Católica, la exaltación no ha
sido menor. El Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, al inaugurar
la última Asamblea Plenaria de ese organismo, nada menos que en la homilía de
la misa de apertura, tuvo un recuerdo especial de Mugica cuya muerte, dijo, “está
en la memoria de la Iglesia”. El Cardenal Primado, por su parte, no fue a la
zaga: calificó a Mugica de mártir de los
pobres; la palabra mártir es muy especial y adquiere un sentido muy hondo y
sugestivo en labios de un sucesor de los Apóstoles. El relato eclesiástico ha
insistido, pues, en presentar a Mugica como un sacerdote fiel a Cristo que en
comunión con la Iglesia y el Concilio Vaticano II dio su vida por los pobres:
todo un modelo de sacerdote.
Dos relatos, pues, y un mismo protagonista.
2. Un relato que
no se sostiene
Pero si a esta altura de los hechos en Argentina, el
relato del Gobierno ya ha sido ampliamente rebatido y sólo subsiste en los que
de él viven (o en los obcecados pese a toda evidencia) no pasa lo mismo con el
relato eclesiástico. Si bien mucho se ha escrito acerca del fenómeno, ya
mencionado, del gravísimo compromiso de amplios sectores católicos con el
marxismo revolucionario de los años setenta, todavía no se ha hecho una
evaluación profunda de su significado; y nos referimos, fundamentalmente, de su
significado a la luz de la Fe. Porque lo
que ocurrió entonces en la Iglesia fue, por sobre todas las cosas, algo que
afectó de manera esencial la Fe. Esta tarea está pendiente y lo seguirá
estando mientras la Jerarquía Católica persista inexplicablemente en ignorar el
problema o, lo que es peor, en exaltar sus consecuencias presentándolas como
frutos evangélicos.
Pero la verdad es bien distinta de este relato imbuido
de fuertes acentos de piedad popular y de compromiso evangélico. Mugica fue uno
de los tantos frutos de muerte de la herejía progresista, modernista y
tercermundista que desgarró, y aún desgarra, a la Iglesia. En aquella época de
imaginarias primaveras conciliares, se deslizaron por las venas de la Iglesia
toda suerte de errores y de extravíos. La Teología de la Liberación, típico
producto “teológico” europeo trasladado a nuestra América por los misioneros
del nuevo credo, dio el clima ideológico en el que pulularon las más extrañas
aventuras eclesiásticas, entre ellas, el Movimiento de Sacerdotes para el
Tercer Mundo del que Carlos Mugica fue mentor y lider entre nosotros.
Aquel movimiento implicaba, en esencia, una grave
adulteración del Evangelio de Cristo, de la naturaleza y de la misión del
sacerdocio católico al tiempo que consumaba una radical ruptura con el
Magisterio de la Iglesia. Para aquellos clérigos tercermundistas (y cuantos con
ellos avanzaron por el mismo camino) la misión del sacerdote católico dejó de
estar enraizada en el misterio salvador de Jesucristo para fundarse en una
praxis social liberadora. La pastoral no tenía ya como objetivo que los hombres
lograren la vida de la gracia y de la unión plena con Dios sino llevar a los pobres a la toma de conciencia de clase
explotada y a poner en marcha, desde sí mismos y para sí mismos, el proceso
revolucionario que los liberaría de las estructuras capitalistas y burguesas
concebidas como estructuras de pecado. Este proceso revolucionario hacía del
socialismo marxista -entonces considerado ineluctable- su herramienta
principal: el socialismo vino a ser así la encarnación del Evangelio, su
expresión histórica y, por ende, el compromiso ineludible de una Iglesia que
debía para ello, necesariamente, romper con todo cuanto había dicho, predicado
y enseñado. El Concilio Vaticano II, recientemente concluido, era apreciado
como la voz de orden de ese cambio y los sacerdotes, y católicos en general,
que así pensaban se sintieron la vanguardia profética de esa Iglesia nueva,
para un mundo nuevo y por un hombre nuevo.
Hubo más. Puesto que la praxis revolucionaria era,
ahora, inseparable de la pastoral, antes bien, se identificaba con ella, se
planteaba el problema del método de dicha praxis. ¿Era la lucha armada, asumida
por aquel entonces en Argentina e Hispanoamérica por el castrocomunismo y sus
variantes, un camino lícito para los cristianos? No todos respondieron
afirmativamente a esta pregunta pero la inmensa mayoría de los sacerdotes dio
inequívocamente su absoluta conformidad. De este modo, no sólo algunos
sacerdotes tomaron las armas sino, lo que fue más grave, arrastraron a
centenares de jóvenes católicos a la aventura de la guerrilla. En ella, no
pocos, mataron y murieron; pero no por Cristo y su Evangelio sino por la falsa
utopía revolucionaria bajo la inspiración de Marx, de Castro y de Ernesto
Guevara. Esta es la verdad, la que los hombres de mi generación hemos visto y
vivido de modo directo. No hay otra.
3. Algunos
testimonios
Carlos Mugica ¿representó todo lo que acabamos de
reseñar? Una lectura objetiva de sus textos nos permite advertir que, gracias a
Dios, nunca perdió totalmente de vista el sentido sobrenatural del sacerdocio.
Sabia, y lo decía, que la misión del sacerdote es llevar al hombre al pleno
desarrollo de lo que hay en él de divino. Pero enseguida, caía en un
reduccionismo que lo hacía retroceder. “Para Cristo -escribía en Peronismo y Cristianismo- cada hombre es
imagen y semejanza de Dios, por lo tanto, ofender a un hombre es ofender a
Dios. Y el rol del que es ministro de Cristo es asumir la defensa del hombre, y
sobre todo del pobre, del oprimido.
Hay gente que dice: Ah, ustedes los sacerdotes, tanto hablar
ahora de los pobres, ¿por qué no se ocupan de los ricos? Creo que sí, el
sacerdote tiene el deber de ocuparse de los ricos. Su misión frente a los ricos
es interpelarlos. Lo que pasa es que los ricos no quieren que uno se ocupe de
ellos. Porque mi misión como sacerdote es denunciarlos. Yo tendría un problema
de conciencia si no le hiciera ver al rico que si no cambia de vida, debe poner
sus bienes al servicio de la comunidad” (Cristianismo
y Peronismo, Buenos Aires, 1973. Fuente: http://www.elortiba.org/pdf/Carlos_Mugica-PeronismoyCristianismo.pdf).
Claro está que esta oposición dialéctica entre ricos y pobres de pecunia es
radicalmente falaz pues presupone que el pobre es inmaculadamente bueno y el
rico perdidamente malo: el corazón del hombre es mucho más profundo y el drama
del pecado mucho más abisal que estas superficialidades sociológicas.
Más adelante, en el mismo libro, su opción por el
socialismo quedaba netamente expresada: “Por eso, como movimiento, los
Sacerdotes del Tercer Mundo propugnamos el socialismo en la Argentina como
único sistema en el cual se pueden dar relaciones de fraternidad entre los
hombres. Que cesen las relaciones de dominación para que haya relaciones de
fraternidad. Un socialismo que responda a nuestras auténticas tradiciones
argentinas, que sea cristiano, un socialismo con rostro humano, que respete la
libertad del hombre (ibidem)”.
Su confusión, empero, llegaba a la cima cuando, sin
más, asimilaba el Evangelio a las ideologías materialistas y ateas del
marxismo: “Yo me opongo violentamente a todos los que pretenden reducir a Cristo
al papel de un guerrillero, de un reformador social. Jesucristo es mucho más
ambicioso. No pretende crear una sociedad nueva, pretende crear un hombre nuevo
y la categoría de hombre nuevo que asume el Che, sobre todo en su trabajo El Socialismo y el Hombre, es una
categoría netamente cristiana que San Pablo usa mucho (ibidem)”.
Su ubicación frente a la lucha armada fue ambigua: “Ahora
lo que sucede es esto: en concreto encontramos en América Latina -incluso en
nuestro país- una situación de violencia institucionalizada. Es la violencia
del hambre. Como dice Helder Cámara «El general hambre mata cada día más
hombres que cualquier guerra». Es decir que existe la violencia del sistema, el
desorden establecido. Frente a este desorden establecido yo, cristiano, tomo
conciencia de que algo hay que hacer y me encuentro entre dos alternativas igualmente
válidas: la de la no violencia en la línea de Luther King o la de la violencia
en la línea del Che Guevara; hablando en cristiano la violencia en la línea de
Camilo Torres. Y pienso que las dos
opciones son legítimas” (Entrevista
al Padre Mugica. Fuente: Revista 7 Días, Junio de 1972).
No es cuestión de multiplicar los textos que, por otra
parte, cualquiera puede leer sin limitación alguna. Pero es evidente que Carlos
Mugica sucumbió a casi todos los errores de una herejía, de cuño modernista y
progresista que, en el fondo, no fue ni es otra cosa que una grave adulteración
del Evangelio y de la Fe. ¿Cómo es posible poner en la misma línea del hombre
nuevo paulino, el hombre cristiano redimido por Cristo, la utopía marxista,
signada ab instrinseco por el ateísmo
más radical? ¿Qué falló aquí? Pues no otra cosa que la entera teología. Sus
errores respecto del orden político social, su concreta opción por el
socialismo, antes que una equivocada opción política constituyeron una
contradicción expresa del Magisterio de la Iglesia. Sí, el Vaticano II no
condenó al comunismo pero tampoco levantó las condenas que pesaban sobre él.
Pese a todo, cuando Mugica optaba por el socialismo, seguía vigente, por
ejemplo, el Decreto de la Suprema
Congregación del Santo Oficio, del 1 de junio de 1949, confirmado después
por el Dubium del 4 de abril de 1959
que prohibía expresamente a todos los católicos la colaboración en cualquier
terreno con el comunismo y consideraba a quienes violaban esta prohibición
“apóstatas de la fe” incursos en “excomunión reservada de modo especial a la
Sede Apostólica”. También regía plenamente la condena sin matices del Papa Pío
XI en Divini Redemptoris, documento
donde no sólo, ni principalmente, se declara al comunismo “intrínsecamente
malo” (su afirmación más difundida) sino en el que se pone de manifiesto su
carácter radical de falsa promesa redentora opuesta a la verdadera Promesa de
Cristo, es decir, la promesa del hombre que se endiosa levantada en guerra
inconciliable contra la Promesa de Dios hecho hombre. ¿Dónde está la proclamada
fidelidad de Mugica al Magisterio de la Iglesia?
Pero hubo algo más inmediato y próximo. La creciente
actividad del llamado Movimiento de
Sacerdotes para el Tercer Mundo provocó una intervención directa del Episcopado
Argentino de aquella época. En su Declaración del 12 de agoto de 1970, decían
los Obispos, aludiendo directamente a una reciente declaración de sacerdotes
tercermundistas): “«Adherir a un proceso
revolucionario [...] haciendo opción por un socialismo latinoamericano que
implique necesariamente la socialización de los medios de producción del poder
económico y político y de la cultura» (Declaración del tercer encuentro del Movimiento de
Sacerdotes para el Tercer Mundo. Santa Fe, 2 de mayo de 1970), no corresponde
ni es lícito a ningún grupo de sacerdotes ni por su carácter sacerdotal, ni por
la doctrina social de la Iglesia a la cual se opone, ni por el carácter de
revolución social que implica la aceptación de la violencia como medio para
lograr cuanto antes la liberación de los oprimidos”. Unos párrafos más arriba,
los Obispos exhortaban: “Lo que buscamos y queremos ahora es la reflexión seria
y obligada de conocer bien y respetar la verdad de la Iglesia, en puntos
básicos claramente enseñada por ella, para rectificar rumbos, deponer actitudes
y, si es necesario, para hacer penitencia, que significa cambiar de mentalidad,
a fin de pensar como piensa la Iglesia, con ella y en ella, cooperando a sí a
su obra de salvación”.
Los tercermundistas
respondieron a este llamado episcopal con un extenso Documento en el que
consideraban el texto de los obispos “insuficiente, intemporal y parcial”, lo
ponían en contradicción con otros textos (la famosa Declaración de Medellín, especialmente) por lo que se veían
obligados no sólo a “integrar” sino a tomar “opciones pastorales” (en
detrimento de la obediencia, desde luego, a sus obispos ordinarios) para
terminar con unas abstrusas elucubraciones pseudo eclesiológicas a la luz de un
difuso “espíritu del Concilio”. No tenemos noticias de que, tras la advertencia
de los Obispos, el Padre Mugica haya abandonado el tercermundismo. Otra vez la
pregunta: ¿dónde está la fidelidad al Magisterio legítimo de la Iglesia?
En aquella convulsionada
Iglesia de los años setenta no era, por cierto, la voz de Mugica y la de sus
conmilitones del tercermundismo vernáculo la única que se oía. Hubo otras, y de
signo opuesto, que hablaron muy claro y que hoy se pretende sumir en el olvido.
Gracias a Dios, el catolicismo argentino tuvo siempre maestros esclarecidos.
¿Cómo no recordar, entre tantos otros, al Padre Julio Meinvielle, maestro de la
Fe y pastor bueno que se ocupó tanto y tan en silencio de los pobres gastando
en su socorro y promoción humana su propia fortuna personal familiar; ese
inolvidable Padre Julio, que nunca trajinó villas porque fundó barriadas
dignas, a quien tantas veces sorprendíamos durmiendo en el suelo porque había
regalado hasta su cama a algún pobre? Meinvielle, que murió apenas unos meses
antes que Mugica (en agosto de 1973), había denunciado con lucidez y valentía
los errores deletéreos del comunismo y se había levantado contra las apresuradas
exégesis del Concilio reivindicando siempre la continuidad del Magisterio.
Genta y Sacheri no escribían sólo
ni principalmente como políticos, ni como sociólogos, ni siquiera como
filósofos (que esta era, en definitiva, su nobilísima profesión común).
Escribían como hombres de fe, como católicos combatientes, acuciados por el
amor a una Iglesia a la que veían atacada desde adentro antes que desde afuera.
Todo cuanto pensaron, escribieron y denunciaron, aún las cuestiones más ligadas al
destino temporal de la Argentina, lo hicieron sólo y exclusivamente desde la
soberana perspectiva de la Fe Católica.
Ahora bien: ese mismo año de 1974, Genta y Sacheri fueron asesinados por
formaciones partisanas. Es decir, se cumplen, ahora, cuarenta años de sus
muertes. Nuestra pregunta es simple: estas muertes ¿están también en la memoria
de la Iglesia?
Colofón
No escribimos con la intención
de acusar a nadie. No nos mueve siquiera el deseo, legítimo por lo demás, de
reivindicar personas y hechos injustamente olvidados. De eso habrá tiempo
cuando lo disponga Dios. Tampoco nos mueven “memorias históricas” ni el anhelo
de una justicia demasiado humana, apenas un miserable remedo de la Justicia de
Dios a la que nos encomendamos. No. Sólo nos mueve la Fe. Esa Fe peligra si hoy
a las nuevas generaciones de católicos (y pensamos sobre todo en los sacerdotes)
se les propone un relato eclesial sesgado y se le presentan como modelos de
vida personajes que, cuanto menos, obligan a un respetuoso silencio.
Insistimos: lo más grave de
Mugica no fueron ni sus opciones políticas, ni sus compromisos temporales, ni
su identificación con este o aquel sector político, ni siquiera su ambigua
posición frente a la lucha armada. Lo grave, lo decisivamente grave, es que
contribuyó como pocos, en una Iglesia convulsa y confundida, a adulterar la Fe
que recibió en su bautismo y que se comprometió a predicar el día de su
ordenación. Puso al servicio de esta Fe adulterada los indiscutibles talentos
que poseía, los rasgos de una personalidad fascinante que arrastraba y
cautivaba auditorios y una pasión
desbordante que, finalmente, lo llevó a morir. No cuestionamos su santidad
personal. ¿Con qué derecho lo haríamos? Cuestionamos el significado de su
figura en el fondo trágica porque es la parábola de una gran tragedia que los
hombres de mi generación hemos vivido y sigue gravando nuestras vidas.
Tal vez, después de todo,
Mugica, sacerdos in aeternum, fue más
víctima que victimario: la víctima de un tiempo confuso y oscuro que hoy, no
sabemos por qué, algunos se empeñan en seguir llamando primavera.
Elevamos a Dios, con toda el
alma, nuestra súplica por el Padre Mugica.
Buenos Aires, 13 de Mayo de 2014
Festividad de Nuestra Señora de Fátima